Vamos terminando otro año que, como todos los años desde el 2000, se acaba el mundo. Esta vez, el “Día D” es el 21 de diciembre. Entonces, el 22 seremos simples sobrevivientes. Todos. El mundo en primer lugar.
Y, alegremente, comenzaremos un nuevo período para seguir destruyéndolo. Porque a ningún “visionario” cuerdo se le ocurriría pronosticar que el mundo pueda terminarse en enero. Eso no vende, ni genera pánico, con cada uno ilusionado en proyectar los próximos 12 meses. El mundo, tan bien que lo hacemos funcionar, ha de acabarse en algún diciembre. Cumpliendo una cantidad exacta de años, nada de dejarnos meses sin vivir. El espíritu de fiestas, el cansancio anual y el fin de ciclo estimulan el entusiasmo por tirar todo y que se pudra lo que quede.
Pero no faltará en 2013 quien analice numerología, alineación de planetas o combinación de dupla de centrales de Ñuls para decir: “la última vez que sucedió esto, llovió 17 días sin parar en las Islas Fidji”. Todo es señal, todo es un indicio de que el alevoso tsunami humano puede destrozar lo absoluto.
No sabemos de ciencias ni de supersticiones. Sólo nuestra sensibilidad humana nos permite intuir que habrá 22 de diciembre, aun en 2012. Lo que sigue siendo alentador, pero a la vez nos abre un nuevo período para seguir matándonos, exterminando animales, tirando abajo cuanto árbol no queramos, ensuciando espacios verdes, llenando de ruido las calles, nublando con carteles nuestros ojos, contaminando y derrochando el agua, devorando recursos naturales, fabricando atmosferitas para cada uno, decidiendo los climas, construyendo un planeta cada vez menos habitable, compitiendo con deslealtad y sacrificando el trabajo de nuestros colegas en beneficio propio.
El sentimiento colectivo de culpa inconsciente y la angustia que receta psicofármacos a granel nos hacen imaginar un final abrupto, como castigo divino por haber sido tan poco humanos. Entonces el apocalipsis nos hermana, nos alivia: si se acaba, lo merecíamos; si no se acaba, no habremos sido lo suficientemente malos. Salvajismo, apocalipsis y alivio. Ese parece ser el ciclo humano de esta Era Destrozoica.
La realidad nos dice que el mundo empieza y termina en cada uno, de acuerdo a nuestra voluntad. Por lo pronto, evitemos el pánico y la angustia: eso contagia, y así tendríamos una raza menos pesimista. Intentemos un cambio personal, pequeño, alcanzable, que mejore un poquito la vida propia. Eso también se propaga, cual tsunami, en ola. Dominar los miedos, respirar profundo y sonreír, es el alivio en sí mismo, sin “días después”: en el momento. No hay ciencia ni premonición para saber que eso funciona.
Comunicarnos. Cara a cara. En las redes. Transmitiendo optimismo. Y ponernos a pensar, cada uno, en su propio 2013. Identificar un objetivo. Pintar la casa, leer un libro, incorporar una actividad que nos devuelva el espíritu. Ya que el ser ha superado a la raza en nuestras prioridades, el cambio debe empezar desde cada uno. Cuando nos demos cuenta, todos estaremos contagiados, sin saber quién, seguramente todos, fue el epicentro del verdadero movimiento que sacuda a la humanidad. Leé este post todas las veces que quieras. Hasta las 12 de esta noche. Quizá sea lo último que leas. Termina un mundo: empieza otro.
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